18 / 6 / 11: Unión 1, Ferro Carril Oeste 0
Todo empezó bien temprano. Apenas eran las 15 y ya atronaban bombas por la Plaza de los Constituyentes. Bandadas de pájaros, asustados por el estruendo, se elevaban y revoloteaban en círculo, sin rumbo fijo. Todos los perros del barrio ladraban tras cada estallido. ¡Pobres animalitos! Ellos no saben de esa extraña costumbre de los humanos, de festejar algo haciendo mucho ruido.
Unión iba a jugar a las 19, pero la impaciencia futbolera ya era incontenible. Y se manifestaba a través de ese ruidoso entusiasmo. Porque el hincha “sabe” de antemano que su equipo ganará. Siempre es así, juegue con quien jugare, en las malas y en las buenas. Perder no figura entre los cálculos de los fanáticos. Siempre van a la cancha “a ver ganar” a su equipo. Talvez por eso muchos no soportan la derrota. Caen desde muy alto a golpearse con la realidad.
Ahora es lo mismo: Unión va a ganar y ya festejamos el ascenso a primera -el Nacional “A”- aunque el partido no haya empezado. Con un empate alcanza, pero nadie especula con el empate. Sólo se cree en la victoria.
Con el correr de los minutos, el bombardeo aumenta su frecuencia. Pasan autos con banderas, grupos de a pie encamisetados con la rojiblanca. Vienen de otros barrios, de otras localidades algunas muy lejanas. Todos gritan, cantan o tocan bocina, según sus posibilidades. Todos van a la cancha para asistir a una gran fiesta. No existe otra posibilidad.
Mucho antes de las 19 el “15 de abril” ya estaba repleto. Un coro sin director, pero con miles de integrantes, cantaba temas sin partitura, con letras tatengues. Las tribunas ofrecían un espectáculo multicolor, donde sobresalían el rojo y el blanco del tatengue.
Cayó la tarde; se encendieron las luces del estadio y el vocerío se hizo atronador al entrar los protagonistas al campo de juego. Gritos, aplausos, algunas bombas y empezó a rodar el balón.
No entraremos en detalles. Ya todos los vieron o escucharon: en la cancha, por TV o por radio. Pero sí diremos que a partir del gol de Unión se desató la fiesta largamente ansiada. Ferro era un “partenaire” cuyas limitaciones le impedían poner en peligro el triunfo del local.
Y así llegó el final. Por resquicios impensados entraron hinchas al campo de juego para festejar, abrazar y hasta llevarse, como trofeo, la camiseta o el pantalón de algún jugador. No sé si alguien se llevó el pito del referí. Dirigió bien, Castro; pero el oficio de árbitro es despreciado por el hincha. Los árbitros son culpables y odiados cuando el equipo pierde; pero si gana, son ignorados.
La gente siguió cantando. La ciudad entera se vio invadida por bocinazos de vehículos con banderas rojiblancas, gritos de júbilo y más estruendo: fuegos artificiales, bombas y cánticos dieron vuelta a la ciudad en un festejo sin fin. A las 2 de la madrugada aún se escuchaban bombas.
Ya es el día siguiente. En toda la ciudad sigue el alegre desfile de banderas y vivas a Unión.
Es una fiesta interminable.
Es una fiesta inolvidable.
¡UNIÓN VIEJO Y PELUDO, NOMÁS!
El Giorgio
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